Cuando decidí escribir, lo hice pensando en que quería ser novelista. No encumbrada ni famosa, sino, simple y llanamente una humilde novelista que escribiera historias de amor en donde los personajes amaran y sufrieran y, en sus intentos por vivir, encontraran la felicidad o la desdicha eterna. Me incitaba la idea de crear un mundo nuevo en el que habitaran personajes, también creados por mí, que transitarían a diestra y siniestra con su propia ideología, con sus reglas y parámetros propios, un mundo donde pudieran soñar, reír, discutir, llorar, sexar… en fin, lo que les viniera mejor hacer.
Decidida, me lancé a escribir la primera novela. Si el mundo que habito, según reza la historia, se hizo en siete días y, tomando en cuenta mis limitaciones de ser terrenal, tal vez logre mi propósito en siete semanas, pensé. No, en siete semanas y media, por si fuera insuficiente el tiempo y además, porque eso suena más literario, corregí ya instalada en mi papel de novelista en ciernes.
Inicié con ahínco; en un mes había creado más personajes de los que me imaginé era capaz de crear. Sus vidas se entrelazaron creando una densa nube de conflictos que no tenían una sana solución. No había amor entre ellos y tampoco manera de conciliarlos. Eran muchos y todos tenían metas diferentes, ninguno de ellos mostraba interés por los demás. Parecía como si cada uno quisiera tener un espacio exclusivo para contar su propia historia. Todo se volvió un caos. Con tristeza acepté que mi proyecto de novela había fracasado y que debía hacer algo al respecto; separé a cada uno de los personajes y les di un lugar propio y, sin pensarlo, hice un cuento y después otro y otro y, aunque inicialmente, escribir cuentos no era mi propósito, los escribo sin hacer de lado mi inquietud por ser novelista. He vuelto a intentarlo y debo reconocer que, en mi deseo por escribir novelas, sólo he conseguido “hacerle al cuento”.